Eugenio Espejo fue ciertamente un
hombre de la Ilustración. Asimiló las ideas que los pensadores modernos echaban
a circular desde Europa. Poseía una biblioteca apreciable. Se entusiasmaba con
los nuevos libros. Y congregaba en su hogar pobre y solitario a los jóvenes de
Quito, para explicar y comentar la doctrina de aquellos. Se lo consideraba un
verdadero filósofo (tal se desprende de las palabras de José Mejía, una de las
personalidades más cabales dentro de la oratoria en lengua castellana, y en cierto
modo discípulo de Espejo). Pero en su espíritu hallaban lugar no únicamente
las ideas de su tiempo, sino también las de los clásicos. Estos ejercían sobre
él mucho sugestión. Los citaba a cada paso. Y hasta prefirió la estructura de
los diálogos a la manera de Luciano para exponer sus propias enseñanzas. Por
eso se llamó a sí mismo "el nuevo Luciano de Quito", o
"despertador de los ingenios", que es precisamente el título de la
primera obra que escribió. El propósito que entonces alentó y que persistió a
lo largo de su carrera, fue el de hacer una crítica sin contemporizaciones al
estado intelectual de la Colonia.
Pero el caso de Espejo es de los
más únicos de nuestra América. Por su ancestro. Por su condición social. Por
sus estudios. Por su investigación científica. Por su periodismo. Por su
crítica de la educación pública y de las instituciones españolas. Por su docencia
estética. Por su nítida comprensión de la realidad americana. Por su empeño
revolucionario, mantenido con el sacrificio de la propia vida, y llevado hasta
los países vecinos con ánimo ejemplar... Espejo fue "una de las figuras
más descollantes de la Ilustración", y sus libros "la mejor
exposición de la cultura colonial del siglo XVIII".
Hijo de un indio y una mulata. De
un pobre indio cajamarquino, que había llegado a Quito como paje de un fraile.
De una mulata cuya madre había sido esclava de otro religioso. Ni siquiera
poseía apellidos propios. Los de sus padres, que él recibió, eran apellidos
adoptados. El indio se hacía llamar Luis de la Cruz Espejo. La mulata, Catalina
Aldas y Larraincar. Alguien que quiso denigrarlo, un cura del poblado de
Zámbiza, le echó en el rostro la humildad de tal origen, y dejó así este
chisme para la posteridad: "es constante que su padre, Luis Chuzhig por
apellido y mudado en el de Espejo, fue indio oriundo y nativo de dicha
Cajamarca, que vino sirviendo de paje de cámara al Padre Fray José del
Rosario, descalzo de pie y pierna, abrigado con un cotón de bayeta azul y un
calzón de la misma tela".
El antiguo peón de Cajamarca puso
todo empeño y aptitud en convertirse en cirujano de aquel centro de salud. De
lo que hay que hablar con admiración es más bien de la manera con que educó y
formó a su hijo Eugenio Francisco Xavier. Batallando con circunstancias
desalentadoras, aflictivas, estimuló tempranamente las facultades
intelectuales de éste. Alimentó su vocación médica, originada sin duda en el
ambiente del hospital, en donde el pobre vástago indio pasó los años de la
niñez y la adolescencia. Y cuya culminación no fue solamente la de un título de
doctor en medicina, sino la de la forja de una sólida personalidad de
investigador. Ella está explícita en el mejor de sus libros: "Reflexiones
acerca de las viruelas".
Aquel hijo de indio y de mulata,
destituido hasta de apellidos propios, debió soportar la adversidad de un
medio que discriminaba tercamente los grupos sociales siguiendo los
prejuicios de la sangre y el dinero. No podemos suponer cómo fue el aspecto
verdadero de tal hombre. Su fisonomía y su figura. Aun a pesar del breve
autorretrato que él escribió. Los óleos y bronces que ahora pretenden mostrarnos
su imagen son una pura invención del artista...
El pobre doctor Eugenio Francisco
Xavier Espejo no pudo menos que sufrir el conflicto psicológico que eso
producía. Se lo advierte en sus actitudes y confesiones. Intentaba hacer
valer el abolengo español de los apellidos Aldas y Larraincar de su madre, sin
querer recordar que ésos fueron apellidos adoptados. Otras veces usaba nombres
supuestos para firmar sus libros...
pasados ya diez años de la
aparición de "El Nuevo Luciano de Quito", el Presidente de la
Audiencia José de Villalengua y Marfil todavía lo juzgaba acremente, diciendo
que contenía "sátiras a sujetos muy conocidos y de clase muy diferente a
la de Espejo". ¡Siempre la torpe acusación a la humildad de su origen! Y
en 1810, quince años después de su muerte, las autoridades españolas seguían
recordándolo con amargo resentimiento... A un hombre de aquella condición
social, determinada por la pobreza de su origen, que además se atrevía a opinar
con desenfado crítico sobre el estado de las colonias, tenían las autoridades
que hacerle víctima hasta de un desdén póstumo. Y así su defunción fue
registrada en el libro de indios y negros que mantenían aquellos feroces
guardianes de castas y de clases.
El doctor Espejo soportó
cárceles. Fue tratado como un "facineroso". Se trató de confinarlo en
las selvas con pretexto de una expedición científica. Se lo enjuició
haciéndole responsable hasta de hechos y papeles que nunca se comprobó que le
eran realmente imputables. El aclaró su posición sin cobardía. Reconoció la
paternidad de libros de que se enorgullecía. Tuvo que ir a defenderse ante el
propio Virrey, en Bogotá, en donde estableció amistad con dos jóvenes
colombianos que habrían de honrar a toda Hispanoamérica como Antonio Nariño, el
primer traductor en lengua castellana de la Declaración de los Derechos del
Hombre, y el científico Francisco Antonio Zea.