miércoles, 25 de abril de 2012

IMPORTANCIA DE SUS OBRAS





Eugenio Espejo fue ciertamente un hombre de la Ilustración. Asimiló las ideas que los pensadores modernos echaban a cir­cular desde Europa. Poseía una biblioteca apreciable. Se entusiasmaba con los nuevos libros. Y congregaba en su hogar pobre y so­litario a los jóvenes de Quito, para explicar y comentar la doctrina de aquellos. Se lo consi­deraba un verdadero filósofo (tal se despren­de de las palabras de José Mejía, una de las personalidades más cabales dentro de la ora­toria en lengua castellana, y en cierto modo discípulo de Espejo). Pero en su espíritu halla­ban lugar no únicamente las ideas de su tiem­po, sino también las de los clásicos. Estos ejercían sobre él mucho sugestión. Los citaba a cada paso. Y hasta prefirió la estructura de los diálogos a la manera de Luciano para ex­poner sus propias enseñanzas. Por eso se lla­mó a sí mismo "el nuevo Luciano de Quito", o "despertador de los ingenios", que es preci­samente el título de la primera obra que escri­bió. El propósito que entonces alentó y que persistió a lo largo de su carrera, fue el de hacer una crítica sin contemporizaciones al es­tado intelectual de la Colonia.

Pero el caso de Espejo es de los más únicos de nuestra América. Por su ancestro. Por su condición social. Por sus estudios. Por su investigación científica. Por su periodismo. Por su crítica de la educación pública y de las instituciones españolas. Por su docencia esté­tica. Por su nítida comprensión de la realidad americana. Por su empeño revolucionario, mantenido con el sacrificio de la propia vida, y llevado hasta los países vecinos con ánimo ejemplar... Espejo fue "una de las figuras más descollantes de la Ilustración", y sus libros "la mejor exposición de la cultura colonial del si­glo XVIII".

Hijo de un indio y una mulata. De un pobre indio cajamarquino, que había llegado a Quito como paje de un fraile. De una mula­ta cuya madre había sido esclava de otro reli­gioso. Ni siquiera poseía apellidos propios. Los de sus padres, que él recibió, eran apelli­dos adoptados. El indio se hacía llamar Luis de la Cruz Espejo. La mulata, Catalina Aldas y Larraincar. Alguien que quiso denigrarlo, un cura del poblado de Zámbiza, le echó en el rostro la humildad de tal origen, y dejó así es­te chisme para la posteridad: "es constante que su padre, Luis Chuzhig por apellido y mu­dado en el de Espejo, fue indio oriundo y na­tivo de dicha Cajamarca, que vino sirviendo de paje de cámara al Padre Fray José del Ro­sario, descalzo de pie y pierna, abrigado con un cotón de bayeta azul y un calzón de la misma tela".

El antiguo peón de Cajamarca puso todo empeño y apti­tud en convertirse en cirujano de aquel centro de salud. De lo que hay que hablar con admiración es más bien de la manera con que educó y formó a su hijo Eugenio Francisco Xavier. Batallando con circunstan­cias desalentadoras, aflictivas, estimuló tem­pranamente las facultades intelectuales de és­te. Alimentó su vocación médica, originada sin duda en el ambiente del hospital, en don­de el pobre vástago indio pasó los años de la niñez y la adolescencia. Y cuya culminación no fue solamente la de un título de doctor en medicina, sino la de la forja de una sólida per­sonalidad de investigador. Ella está explícita en el mejor de sus libros: "Reflexiones acerca de las viruelas".

Aquel hijo de indio y de mulata, desti­tuido hasta de apellidos propios, debió sopor­tar la adversidad de un medio que discrimi­naba tercamente los grupos sociales siguien­do los prejuicios de la sangre y el dinero. No podemos suponer cómo fue el aspecto verda­dero de tal hombre. Su fisonomía y su figura. Aun a pesar del breve autorretrato que él es­cribió. Los óleos y bronces que ahora preten­den mostrarnos su imagen son una pura in­vención del artista...

El pobre doctor Eugenio Francisco Xavier Espejo no pudo menos que sufrir el conflicto psicológico que eso produ­cía. Se lo advierte en sus actitudes y confesio­nes. Intentaba hacer valer el abolengo espa­ñol de los apellidos Aldas y Larraincar de su madre, sin querer recordar que ésos fueron apellidos adoptados. Otras veces usaba nom­bres supuestos para firmar sus libros...

pasados ya diez años de la aparición de "El Nuevo Lucia­no de Quito", el Presidente de la Audiencia José de Villalengua y Marfil todavía lo juzga­ba acremente, diciendo que contenía "sátiras a sujetos muy conocidos y de clase muy dife­rente a la de Espejo". ¡Siempre la torpe acusa­ción a la humildad de su origen! Y en 1810, quince años después de su muerte, las autoridades españolas seguían recordándolo con amargo resentimiento... A un hombre de aquella condición social, determinada por la pobreza de su origen, que además se atrevía a opinar con desenfado crítico sobre el estado de las colonias, tenían las autoridades que hacerle víctima hasta de un desdén póstumo. Y así su defunción fue registrada en el libro de indios y negros que mantenían aquellos feroces guardianes de castas y de clases.

El doctor Espejo soportó cárceles. Fue tratado como un "facineroso". Se trató de confinarlo en las selvas con pretexto de una expedición científica. Se lo enjuició hacién­dole responsable hasta de hechos y papeles que nunca se comprobó que le eran realmen­te imputables. El aclaró su posición sin cobar­día. Reconoció la paternidad de libros de que se enorgullecía. Tuvo que ir a defender­se ante el propio Virrey, en Bogotá, en donde estableció amistad con dos jóvenes colombianos que habrían de honrar a toda Hispanoamérica como Anto­nio Nariño, el primer traductor en lengua cas­tellana de la Declaración de los Derechos del Hombre, y el científico Francisco Antonio Zea.

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